Este es un libro esencialmente anónimo. Decenas de años antes de que alguien pensara en publicarlo, lo hicieron los artesanos que no dejaron siquiera memoria de su nombre, los forjadores del hierro que interpusieron sus puertas y ventanas entre la calle y la vida doméstica, los jardineros que plantaron árboles y macetas de flores, los talladores que idearon las fuentes y las piedras, los joyeros que engastaron piedras preciosas en objetos imposibles, los vidrieros que fabricaron las grandes lámparas y arañas, los tejedores que hicieron canastos o que hicieron tapetes, los urbanistas que tendieron las primeras calles, recostadas sobre las faldas de los cerros y estrechas a más no poder, para preservar a las gentes del frío del páramo y del miedo a los fantasmas. Porque este es el libro del espacio público. Acá no tienen ningún lugar las grandes mansiones ni los interiores solemnes. Esta es la ciudad de todos, por la que caminamos, en la que nos sorprenden los crepúsculos y los amaneceres. Y aunque el paisaje aparece un poco peinado (al fin y al cabo se trata de un espacio habitado por el hombre), lo que aquí se encuentra es, ante todo, una representación de los seres que han hecho la ciudad terrestre como un ideal de piedra, cal y hierro, como una antítesis de la ciudad soñada entre el cielo azul y la sabana. Por eso este es el libro de la verdad a medias. Con él buscamos, quienes nos comprometimos en su aventura, encontrar el encanto de Bogotá antes que sus miserias y sus dificultades. No negamos que ellas existan y, es más, son tan evidentes que no creemos necesario recordarlas. Pero lo que es menos obvio, lo que se oculta bajo el velo de la prudencia, es precisamente lo que acá destacamos.