Los hijos de la fiesta es una historia que explora los cajones de la ficción, los recuerdos sepultados y las anécdotas familiares contadas hasta el cansancio para armar con los vidrios rotos una realidad que, ya sabemos, es compleja en su amplitud y sobrecogedora en sus detalles. Un libro que nos recuerda que el rumbo hacia nuestros ideales como país aún no está definido y que la historia tiene la mala costumbre de cobrar sus cuentas. Es una novela que desanda la memoria de un país violento e inestable, acomodado en las estructuras más añejas de poder, familia y convenciones sociales. Los rezagos de épocas violentas están vivos hoy más que nunca en el debate que despiertan 3 años de negociaciones, a menos de un mes de la promesa de cerrar el trato. Ante el renacer de las lecturas históricas y la producción saludable de perspectivas sobre el poder, se acude a la ficción para contar lo que la vanidad aristócrata supo enterrar, y a la historia como guía indispensable en un mundo al que nos vemos desbocados entre sombras. Una estructura que superpone dos tiempos en los que la muerte se pavonea con escalofriante serenidad: el primero avanza y retrocede durante la década que va de 1985 a 1995; el segundo echa raíces en los años cuarenta, pero recorre a saltos la segunda mitad del siglo xx hasta llegar a 1984. En ese trayecto el lector es testigo de la formación de un linaje y sus historias de amor, crecimiento y decepción. Más que familias, en este relato hay clanes, lo que nos recuerda un cierto fondo tribal aún vigente en la sociedad colombiana, factor determinante en sus mayores desgracias.